No sé, siempre me produce cierto dolor, oír o leer la narración de una pérdida de fe, me refiero al relato personal de un abandono. Porque, en definitiva, cuando se pierde la fe cristiana se rompe un vínculo personal. No sé qué pasará en otra religiones, pero la nuestra sólo se sostiene por conversaciones y trato. Pues me acaba de ocurrir. Acabo de escuchar en la radio la presentación del libro de un periodista español de mucha reputación, muy conocido, un columnista de mucho brío, además un hombre de filosofía y letras, como antes se decía. Comentaba en la entrevista que, después de su adolescencia, abandonó el rosario, la misa diaria, su formación semanal en la parroquia, le llegó un millón de dudas, vino el vendaval del existencialismo francés y se le metió en la médula espinal. Del trato personal pasó a la relación con un enigma. Las amistades perdidas tienen mucho de tristezas, porque son veredas que se abrieron y terminaron en un callejón sin salida, oportunidades de aventuras imposibles de sospechar que terminaron sin recorrido. Pero a veces la cabeza, las malas interpretaciones, no sé, la vida con sus imponderables, te hace un siete en tu recorrido vital.
El Evangelio de hoy es el texto del millón de excusas. Todo los protagonistas quieren seguir al Señor pero no están dispuestos a abandonar nada de lo que tienen. Quieren ir a todas partes con dos velas en la mano, una se le ponen al Señor, y la otra a su pasado, a sus cosas, a sus menudencias de las que no quieren desprenderse. Me impresiona que el Señor diga que en este mundo no tiene casa, que aquel que le siga no tendrá un hogar con su leñera y su chimenea para los días de mucho frío. Por eso, aquél que pedía seguirle debió quedarse de piedra al saber que, si se iba detrás de Él, no tendría dónde colocar sus pertenencias. Es curioso que la Escritura, cuando se refiere a la Encarnacion, dice que Dios puso su casa entre nosotros. Es decir, Él mismo es la casa, Él es el hogar. Por eso se dirigía a los judíos diciendo que Él era el templo que destruirían en aquella Pascua fatídica. Me gusta esa costumbre judía de, a la hora de inaugurar una nueva casa, dejar una zona sin rematar, como prueba de que en este mundo estamos sólo de paso, y que no hay un cierre total con las realidades que algún día dejaremos.
Todos los grandes santos cuentan que ser cristiano es una mudanza interior, nada que ver con hacer cosas fuera. Te mudas de la soledad a la compañía, y basta. La experiencia en la vida ayuda a profundizar en una verdad, que los años van señalándonos hacia una persona, no hacia un lugar. Hace un mes casé a unos jóvenes. Él me decía que su última preocupación era saber dónde vivirían, pero que sin ella no se encontraba en este mundo. Habían barajado Edimburgo por motivos laborales, y les daba rabia dejar el sol de Madrid por un paisaje de lluvia persistente, pero qué se le iba a hacer. El trayecto de su matrimonio tendrá alquileres y quizá al final una pequeña propiedad, pero siempre se tendrán a ambos, uno al lado del otro.
Eso es lo que el Señor propone a aquellos que no meten las excusas en su proyecto de vida, un estado de no-soledad, donde Dios no se retira a mirar hacia otro lado.
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